Tras la Segunda Guerra Mundial, creamos un orden internacional frágil pero ambicioso, basado en principios de igualdad entre los Estados y en un compromiso con la seguridad colectiva. Este orden internacional basado en normas tenía como objetivo trascender el caos de los conflictos anteriores y promover la paz y la cooperación mediante el respeto mutuo y los marcos jurídicos.
Sin embargo, hoy nos encontramos en una coyuntura crítica, frente a lo que sólo puede describirse como una experiencia cercana a la muerte para el derecho internacional. La conveniencia política ha eclipsado los ideales que unían a las Naciones, creando un panorama en el que algunos Estados son evidentemente “más iguales que otros”.
La crisis de la multipolaridad
El escenario geopolítico ha experimentado un cambio radical desde que terminó el período unipolar, cuando Estados Unidos reinaba como superpotencia indiscutible. Hoy, navegamos en un mundo tripolar caracterizado por las influencias en pugna de tres potencias dominantes: Estados Unidos, Rusia y China. Cada una de estas naciones persigue sus propios intereses, a menudo a expensas del marco jurídico internacional establecido, lo que da lugar a una compleja red de contradicciones y conflictos que ponen en peligro la estabilidad de la gobernanza global.
En este momento tripolar, las relaciones entre estos centros de poder están lejos de ser sencillas. Rusia y China, si bien persiguen ambiciones geopolíticas divergentes, han encontrado un adversario común en Estados Unidos. Esta alianza de conveniencia complica significativamente las relaciones internacionales. China, cada vez más reconocida como un actor global formidable, ha apoyado tácitamente la invasión rusa de Ucrania, demostrando una asociación estratégica que sirve a los intereses de ambas naciones frente a lo que perciben como hegemonía occidental.
Rusia, que todavía se está curando las heridas de su pasado soviético, está decidida a recuperar su condición de gran potencia. Su invasión de Ucrania, enmarcada como una “operación militar especial”, busca restablecer una esfera de influencia que recuerda a los días en que podía desafiar la autoridad estadounidense en el escenario global.
Mientras tanto, Estados Unidos persiste como un centro de poder arraigado, liderando una coalición de naciones occidentales que en gran medida se oponen a la agresión de Rusia, abogando por la soberanía de Ucrania y brindando un importante apoyo militar y de inteligencia.
La hipocresía de Occidente
Sin embargo, las posturas opuestas de Occidente respecto de Ucrania y Palestina ilustran una hipocresía flagrante. Si bien Estados Unidos y sus aliados se han movilizado contra Rusia, al mismo tiempo han hecho la vista gorda ante la difícil situación de los palestinos. La actual crisis humanitaria en Gaza, marcada por acusaciones de genocidio contra Israel, no ha suscitado un fervor similar en Occidente. En cambio, Estados Unidos sigue apoyando a Israel, a menudo brindándole apoyo. carta blanca actuar con impunidad frente al derecho internacional.
Esta dualidad plantea inquietantes interrogantes sobre los fundamentos del propio derecho internacional. Cuando se emitió rápidamente la orden de arresto contra el presidente ruso, Vladimir Putin, el mundo observó un claro compromiso de exigir responsabilidades a los líderes poderosos por sus acciones. Por el contrario, los esfuerzos por exigir responsabilidades al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, por posibles crímenes de guerra se han topado con una firme resistencia de los Estados Unidos y otros aliados occidentales, lo que revela una flagrante inconsistencia en la aplicación de las normas internacionales.
Además, países como Alemania, Italia y el Reino Unido, que desempeñan un papel fundamental en el teatro europeo, han desempeñado un papel importante. proveedores de armas A Israel, lo que complica aún más el panorama moral del derecho internacional. Esas acciones no sólo socavan la credibilidad de esos Estados, sino que también socavan la santidad de los marcos jurídicos internacionales diseñados para proteger los derechos humanos.
En el centro de esta crisis se encuentra una profunda erosión de la legitimidad. La afirmación de que “mi derecho internacional es mejor/más legítimo que el de ustedes” se ha convertido en un peligroso mantra entre las grandes potencias, lo que ha llevado a un entorno en el que se manipulan los principios jurídicos para favorecer los intereses nacionales en lugar de defender la justicia. Esta manipulación ha creado un precedente peligroso: cuando las naciones poderosas aplican selectivamente el derecho internacional, socavan el propio marco que mantiene unida a la comunidad mundial.
¿Cómo avanzará el mundo?
A medida que se intensifican los conflictos en Ucrania y Palestina, las perspectivas de solución parecen cada vez más sombrías. Ambas situaciones son emblemáticas de una tendencia más amplia en la que los derechos y las voces de los Estados y las poblaciones menos poderosos se ven sistemáticamente marginados. Las preocupaciones legítimas de esos Estados, a menudo caracterizadas por su fragilidad militar y económica, han quedado relegadas a la periferia, lo que exacerba los sentimientos de privación de derechos y desesperación.
Esta situación precaria se ve agravada por el hecho de que los tres centros de poder –Rusia, China y Estados Unidos– son potencias nucleares. Esta realidad introduce un elemento de riesgo existencial en el cálculo geopolítico. El espectro de la destrucción mutua asegurada se cierne sobre nosotros, disuadiendo una confrontación militar abierta pero al mismo tiempo fomentando un clima de inestabilidad. El miedo a la escalada crea una paradoja: si bien la posibilidad de un conflicto nuclear actúa como elemento disuasorio, también perpetúa un statu quo precario que podría derrumbarse en cualquier momento.
En este contexto, la erosión del derecho internacional no es sólo una preocupación jurídica, sino que plantea una amenaza tangible a la paz mundial. La brújula moral que alguna vez apuntaló el orden posterior a la Segunda Guerra Mundial se ha fragmentado, dejando un vacío que se llena con posturas militaristas y maquinaciones geopolíticas. A medida que las naciones recurren cada vez más a la política de poder y a las armas de fuego, los ideales de la diplomacia y el respeto mutuo corren el riesgo de quedar relegados a un segundo plano.
En este momento en que nos encontramos al borde de este precipicio, la urgencia de revitalizar el derecho internacional y los principios que lo rigen nunca ha sido más evidente. La comunidad mundial debe reafirmar su compromiso con un orden basado en normas que priorice la justicia, la igualdad y la rendición de cuentas. Esto requiere no sólo una reevaluación de la dinámica de poder existente, sino también un esfuerzo concertado para dar voz a las voces de los Estados y las poblaciones que han sido silenciadas durante mucho tiempo.
Además, existe una necesidad apremiante de mecanismos que garanticen la aplicación equitativa del derecho internacional, sin la aplicación selectiva que ha caracterizado las últimas décadas. Sólo mediante esas reformas podemos tener la esperanza de restablecer la confianza en el sistema jurídico internacional y garantizar que sirva como un auténtico árbitro de la justicia, en lugar de una herramienta al servicio de los poderosos.
La experiencia cercana a la muerte del derecho internacional invita a reflexionar sobre nuestro futuro compartido. Mientras navegamos por las traicioneras aguas de un mundo tripolar, lo que está en juego es innegablemente mucho. La supervivencia del orden posterior a la Segunda Guerra Mundial está en juego, y depende de nuestra capacidad para enfrentar las complejidades de la geopolítica contemporánea con integridad y determinación. Debemos esforzarnos por sanar las fracturas dentro de nuestras estructuras de gobernanza global, para no encontrarnos encaminándonos hacia una regresión que podría llevarnos de nuevo a la Edad de Piedra. En estos tiempos peligrosos, las decisiones morales que tomemos darán forma no sólo a nuestro presente, sino también al legado que dejaremos a las generaciones venideras.
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente la política editorial de Fair Observer.