Bashar al-Assad se ha ido y Siria por fin es libre. Sin embargo, no puedo alegrarme plenamente por la tan esperada caída de su régimen y la liberación de mi país. Esto se debe a que, como tantos sirios, tengo una herida abierta: alguien a quien amo todavía está perdido en las prisiones de al-Assad.
Mi hermano menor, Youssef, mi alma gemela, desapareció en 2018 y lo he estado buscando desde entonces.
Youssef estuvo una vez lleno de vida. Su risa iluminaba cada habitación en la que pisaba. Le encantaba la música y bailar el Dabkeh. Criaba palomas, con dedicación y esmero.
Todo cambió en agosto de 2018. El régimen lo acusó de participar en actividades de oposición contra el régimen y detuvieron a su esposa para presionarlo a que se entregara.
Preocupado de que pudieran dañar a su esposa, se dirigió hacia el sur, hacia Sweida, desde el campo de refugiados de Rukban, donde vivía. En algún momento del camino, desapareció. Y desde entonces he pasado todos los días intentando encontrarlo.
Todos estos años me esforcé por no rendirme, no perder la esperanza. Pero tenía muy poco a qué aferrarme. Cada día que pasaba, el rayo de esperanza que me quedaba se iba desvaneciendo.
Luego, el mes pasado, tras el colapso del régimen, un breve vídeo de la prisión de Sweida recientemente liberada reavivó el fuego en mi corazón. En las imágenes había un hombre. Su rostro, su postura y su fugaz sonrisa se parecían a los de Youssef.
Reproduje el clip una y otra vez. Se lo envié a mis hermanas. Se lo envié a la esposa de Youssef, a todos los que lo conocían y que podían confirmar que efectivamente era él.
Todos los que vieron el clip dijeron lo mismo: “Es él. Tiene que ser él”.
Quiero desesperadamente creer que es él. Que está vivo. Que pronto volveremos a abrazarlo. Una vez más estoy lleno de esperanza. Pero también tengo miedo. ¿Qué pasa si nos equivocamos? ¿Qué pasa si esta frágil esperanza nos vuelve a romper a todos?
Vivimos con incertidumbre durante tanto tiempo. Años de noches sin dormir mirando fotografías, años de sillas vacías en nuestras mesas, años de oraciones sin respuesta. Años sin saber si está vivo o muerto.
Durante mucho tiempo, sentimos que era imposible encontrar respuestas a nuestras preguntas. Las prisiones de Al-Assad eran impenetrables, la verdad estaba encerrada detrás de muros de hormigón y alambre de púas. Los investigadores no pudieron acercarse, a las familias de detenidos como el mío se les negó cualquier respuesta y el mundo siguió adelante como si nuestro dolor no existiera y el destino de nuestros seres queridos no importara. Pero ahora, con Al Assad desaparecido y las puertas de las cárceles abiertas de par en par, tenemos la oportunidad de descubrir la verdad, si actuamos con rapidez.
Ahora que se están abriendo las puertas de las prisiones y centros de detención de todo el país, buscamos frenéticamente en medio del caos: escarbamos entre fragmentos de información, seguimos rumores y buscamos nombres garabateados en documentos rotos.
No podemos dejar que este momento se nos escape de las manos.
Hasta ahora, la búsqueda ha sido demasiado lenta, demasiado desorganizada y demasiado inadecuada. Las organizaciones internacionales, como el Comité Internacional de la Cruz Roja, que supuestamente deben obtener pruebas, dar ayuda humanitaria a los presos de conciencia y vincularlos con sus familias, no estuvieron a la altura de las circunstancias. Están ausentes en nuestra hora de necesidad.
Cada documento, cada rastro de evidencia que emerge de las mazmorras de al-Assad es una parte de una vida y una oportunidad de cierre para alguien que sufre durante demasiado tiempo: las últimas palabras de un padre, el paradero final de un hijo, el destino de una madre. Tenemos que conservar cada una de estas huellas, estas impresiones de la vida, porque perderlas sería como perder de nuevo a nuestros seres queridos.
Hoy en día, lo que necesitamos son especialistas que se pongan a trabajar, recopilen, examinen y preserven pruebas; necesitamos que este trabajo se haga con urgencia y meticulosidad para que podamos encontrar respuestas ahora y, finalmente, lograr justicia en los meses y años venideros.
Nosotros, los familiares de los desaparecidos, no podemos buscar solos. El trauma de no saber dónde está tu ser querido, si está vivo o muerto, te consume. Limita tu capacidad para continuar la lucha. Y descubrir la verdad sobre nuestros seres queridos desaparecidos tampoco es nuestra única tarea. Mientras buscamos a nuestros hermanos, padres, esposos, madres y hermanas, también estamos tratando de encontrar formas de reconstruir, de cuidar a los niños que han perdido a sus padres y de asegurarnos de que este dolor no consuma a la próxima generación.
La justicia no es un lujo; es la única manera en que podemos comenzar a sanar. Sin respuestas y sin rendición de cuentas para quienes orquestaron y llevaron a cabo esta pesadilla, no habrá paz.
Tuve que abandonar Siria después de la desaparición de mi hermano. Durante años no pude volver a buscarlo, pero ahora finalmente puedo. El vídeo de Youssef –o de un hombre que se parece mucho a él– me ha dado esperanza y una razón para actuar. Ahora regresaré a Siria para seguir todas las pistas, para hacer las preguntas que no he podido hacer durante años y para caminar por los lugares que alguna vez estuvieron cerrados. Esta puede ser mi única oportunidad de saber si está vivo o si hay una tumba donde finalmente puedo despedirme.
Pero nosotros, las familias de los desaparecidos, no podemos ni debemos hacer este trabajo solos. Necesitamos ayuda, necesitamos apoyo. Y necesitamos expertos y especialistas que tomen la iniciativa.
La comunidad internacional y los líderes de esta frágil transición no deben olvidar a los detenidos y sus familias mientras trazan un nuevo camino para nuestro país. Hemos vivido en silencio durante demasiado tiempo. Ahora exigimos lo que nos corresponde por derecho: respuestas, justicia y dignidad.
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente la postura editorial de Al Jazeera.